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jueves, 2 de mayo de 2024

Magnolia

 

Un aparte en la narración que es un umbral, una cesura que invoca el deseo de transformar la realidad. Una canción que todos comparten, la música que reanima su peso vital. El verosímil se quiebra como si se conectaran los desolados espacios íntimos de los personajes principales, atorados en lo que parece un callejón sin salida donde sus emociones se abrasan en su irresuelta congestión. El desencuentro de voces que no parecen saber conjugarse, la orfandad ante un mundo remiso a nutrir la calidez y la cercanía. Esa vida en precipitación reflejada en la portentosa presentación de los diversos personajes encadenada a través de febriles travellings, hasta sosegarse con el personaje más centrado, presto a servir, el policía, Kurring (John C Reilly). Un mundo donde los padres, aquellos que deberían dotar de guía y sensación de refugio, no son sino seres rapaces, que abusan de su poder, de su posición, incluso de sus hijos, por omisión, despreocupándose de su suerte, o por activa, aprovechándose de su talento o hasta como fuente de placer físico. Y aquellos que buscan poder servir, realizándose en el acto generoso con los demás, colisionan con un mundo poco receptivo, o enmarañado en sus heridas y extravío, y enquistado en su encapsulados egos inflamados, incapaces o no dispuestos a aproximarse a los otros, presos de sus autojustificaciones, pesares que hacen de la resignación escepticismo, o rituales exorcizadores en los que reproducen con su conducta aquello que los causó dolor a través de la conducta de otros, de sus progenitores, que se constituyen en representantes de toda una sociedad, en la que todo sentido sustancial parece haberse extraviado ( o corrompido).


De ahí ese prodigioso prólogo que interroga sobre las casualidades y el azar, que es interrogante sobre si hay algún sentido en la cadena de aconteceres, o todo es arbitrario, caprichoso. Porque el sentido, el que emana de los modelos paternos (sociales), se revela una impostura, un vacío, una opresión o un abuso. Y algún sentido (sustancial), o esa es la interrogante, debe haber, o encontrarse, para poder seguir en movimiento entre, con y hacia los otros. Porque lo único que parece haber en la vida son programas, cuyo emblema son los programas de televisión, en concreto, ese concurso que presenta uno de los padres, Gator (el que abusó de su hija Claudia (Melora Walters) en la infancia, encarnado por Philip Baker Hall, como si ese deseo fuera un programa que no podía evitarse), y cuya cadena de televisión está regida por otro padre, ya agonizante, Partridge (Jason Robards), emblema de la depredación inclemente, no sólo laboral y económica, que arrasó con la vida de todos, incluida su familia, a la que abandonó, ni siquiera preocupándose cuando quien fue su esposa padeció el cáncer que la llevó a la muerte. Su hijo, que cambió su nombre para evidenciar cómo renegaba de de él, de Jack a Frank McKay, encarnado por Tom Cruise, supurante de resentimiento, ha transferido su dolor creando otro programa, un misógino servicio de autoayuda para hombres que no hace sino recrear, al alentar el dominio sobre las mujeres, lo que rechazaba en su padre.Otro padre, Rick Spector (Michael Bowen), utiliza las capacidades intelectuales de su hijo, Stanley (Jeremy Blankman), para triunfar, gracias a sus conocimientos, en un concurso televisivo (el programa que presenta Gator y produce Partridge), un hijo que solo es un instrumento para su propio beneficio, un hijo al que maltrata sin escrúpulo como si fuera un programa de presión disciplinaria para que proporcione los resultados deseados, sin importarle en absoluto cómo se sienta. Por su parte, Donnie (William H Macy) fue en el pasado otro niño prodigio, que también sufrió la depredación de sus padres, los cuáles se quedaron con el dinero que les proporcionó sus cualidades intelectuales en el concurso de otro programa televisivo, y que en el presente se ha convertido en una figura desvalida e incapaz ( a raíz de impactar sobre él un rayo) que está dispuesto a ponerse un corrector en sus dientes porque lo lleva el hombre que le atrae. Pero de la misma manera que es despedido en su trabajo, parece, y así lo siente, que ha sido despedido de la propia vida porque no consigue nada de lo que desea.
Inesperadamente, cuando todos estos destinos parecen irremisiblemente atrapados en esa tela de araña que parece hacerles sentir que nada es posible, sino agitarse en sus lamentos o arrepentimientos, todos y cada uno, en su aislado espacio, entonan una estrofa de la canción Wise up (anímate o enderézate), de Aimee Mann. Es el instante en que sus dolores parecen conectarse, y en esa corriente empática, enunciada con la ruptura del verosímil (mediante la musical interconexión de unos travellings que unen en diferentes espacios como las sucesivas estrofas de la canción que todos cantan), pues es una situación imposible, sus emociones se proyectarán como si cruzaran un umbral y lo posible se hiciera horizonte que alcanzar, en donde sentir al otro, y abrir el corazón con confianza, o revelar la podredumbre camuflada. Aunque para ello, el artificio haya tenido que hacerse manifiesto, y lo considerado imposible explosione esta encadenada serie de emociones congestionadas en desencuentro, como una súbita lluvia de miles de ranas propulsará posteriormente. Lo extraño romperá esa agrietada pantalla de la realidad para recuperar el impulso de poder sentirse en el otro (como Jack/Frank con su padre), asumir el propio desvalimiento, la propia inconsistencia (como Donnie), la miseria de su conducta pasada, como si su muerte inminente se lo permitiera y así conseguir el perdón (Gator), o ser capaz de manifestar la necesidad de un cambio de trato (como Stanley con su padre).

Magnolia (1999), de Paul Thomas Anderson, es una prodigiosa obra de compleja estructura. Pocos cineastas elaboran movimientos de cámara tan fascinantes como cargados de sentido, y a la vez pura música, como lo es su narrativa (su proverbial sentido del montaje), una música de emociones entrecruzadas, con un refinado sentido de la modulación, con diferentes crescendos y variaciones rítimicas, con la crucial función de las composiciones de Jon Brion y las canciones de Aimee Mann. Es una inmersión en los abismos de la emoción quebrada que se torna curativa pura conmoción. Sí hay luz en el túnel, pero implica esfuerzo y disposición, fe, o mejor dicho, confianza, en uno mismo, los otros y lo posible. Es posible ser atento, empático, en vez de infligir daño. Si la realidad se ha convertido en un espacio de presencias ajenas, cual fantasmas dolientes o espectros rapaces, hace falta quebrar los muros de lo verosímil para que lo que parece imposible, por nuestra incapacidad o torpeza, por nuestra mezquindad o corrupción, se haga posible, e incluso, real. Y así, como refleja el plano final, (en travelling hacia un rostro, el movimiento encontrado, realizado, en el entre, con y hacia) un rostro, hasta entonces máscara de aparente irreversible dolor, el de Claudia, se sonríe, y nos sonríe, porque una voz, la de Kurring, aquel que la mira de frente y la acepta con todas sus sombras y todos sus dolores, le está diciendo, y haciendo sentir, que siempre estará a su lado, servicial, atento a lo que sienta. Es el rostro, la sonrisa, que gestó esta narración. Es el rostro de ese misterio tan ultrajado llamado amor. Así de sencillo, así de posible, aunque parezca inverosímil.

miércoles, 1 de mayo de 2024

Mis textos en Dirigido Mayo 2024

 En Dirigido Mayo 2024 mis textos sobre Late night with the devil, de Colin y Cameron Cairnes, Los buenos profesores, de Thomas Lilti, Abigail, de Matt Bettinelli-Olpin y Tyler Gillet e Immaculate, de Michael Mohan

lunes, 29 de abril de 2024

Milagro en Milán

 

Érase una vez un reino, un mundo, en el que decir buenos días podía significar muchas más cosas (y mucho más retorcidas) que simplemente buenos días. A ese mundo, en concreto en Milán, sale Totó (Francesco Golisano), un chico de dieciocho años que abandona el orfanato para enfrentarse a la hostil realidad, esa que responde con el gesto ceñudo y la pregunta recelosa a su sonriente buenos días, ya que un buenos días no puede ser un mero amable buenos días sino que debe disponer de ocultas intenciones. Pero Totó porta su sonrisa como si fuera la espada de un caballero, o como el bastón de Charlot, por lo que no logran que la envaine y la oculte en el granito de la expresión hosca y susceptible. Era manifiesta la afinidad de Vittorio De Sica con el cine de Charles Chaplin. Golisano podría verse como una réplica de Charles Chaplin, sin los rasgos caracterizadores de Charlot, la peluca negra, el bigote o el bombín. De Sica y Chaplin exploraron, reflejaron, las precarias corrientes de la vida, en las oscuridades de la indigencia, con el exuberante trampolín del humor y la delicadeza de la cálida ternura. El chico (1921) resonaba en la raíz de las imágenes de El ladrón de bicicletas (1948), e incluso en Umberto D (1951). Pero las sombras de ambas se hacían más manifiestamente afiladas, desgarro que abocaba a la intemperie, mientras que se propulsan, cuál fábula insurgente, más exultantes en Milagro en Milán (Miraccolo en Milan, 1951), escrita por De Sica con Cesare Zavattini (adaptando la novela de éste, Toto il buono) y con la colaboración de Suso Cecchi D'Amico, Mario Chiari y Adolfo Francique. El escueto prólogo, que relata cómo la abuela Lolotta (Emma Gramatica) encuentra el bebé abandonado, Totó, entre las verduras y su huerta, y el cultivo de la mirada asombrada, lúdica, como educación, hasta su muerte, lo que supone el ingreso de Totó en el orfanato (una elipsis temporal lo mostrará cuando sale años después), pareciera extraído de una de las obras de Charles Chaplin en su musical hilvanación a través de gestos y acciones.

Tras un acto de generosidad, dar su pequeño maletín a quien se lo había robado, este le invita a su chamizo en un arrabal de chabolas en las afueras de Milán, en donde sus habitantes corren de rayo de sol a rayo de sol para poder recibir un poco de calor. Totó se convertirá en su rayo de luz, aquel que sabe encontrar una puerta en la intemperie, que no es solo una puerta sino un universo, en el que jugar, con el que logre rescatar la sonrisa a una niña. Totó es aquel que disfruta con la visión de la luna en el firmamento porque no es alguien que se encoge en sus carencias. Es su resistencia combativa, la que se enfrenta al desánimo, como hace con aquel que, ya desesperado, intenta colocarse, porque se aburre, delante de un tren (desde donde, unas secuencias antes, les miran como criaturas de otro universo, y de bajo rango, en las que no vale la pena ni desperdiciar su mirada). Totó es aquel que usa su sonrisa como paraguas cuando llueve, antes de lo que dijera David Lynch en Twin Peaks. Por eso, será la inspiración fundamental para establecer una convivencia armónica. Su integridad y generosidad es la de ciertos personajes del cine de Frank Capra, y como aquellos se enfrentará a la codicia empresarial, aquella que pretende expulsarles para hacer negocio con el terreno comprado. El capitoste nuevo dueño del suelo puede hermanarse, en estirpe dickensiana, con alguno de los empresarios de Capra, cine con el que también se pueden establecerse otros vínculos: incluida, esa vena sentimental que hay quienes desprecian añadiendo el ‘ismo’, como si cortocircuitara la lúcida aspereza crítica.

Totó, en especial, será la luz que impedirá con lo insólito que les expulsen cuando les instan a que abandonen el terreno tras que se descubra que se puede extraer petróleo. Primero serán sus ocurrencias las que servirán para resistir el asedio de la policía, como unos paraguas servirán para protegerse del agua de sus mangueras. Pero el ingenio y la solidaridad no serán suficientes, por lo menos en el reino de esta realidad, insensible a la suerte de los más desfavorecidos, y sí al cultivo de la depredación en mor del enriquecimiento. Para que eso sea posible será necesario un toque mágico, una paloma que el fantasma angélico de Lolotta le proporciona a Totó el poder de hacer cumplir todos los deseos de los que habitan esos arrabales. O para lograr que la cortina de humo que ha creado los gases que han lanzado la policía se disipe. Pero lo mágico no es de este mundo. No es en este reino, en esta realidad, donde podría concluir con éxito su resistencia. En Milagro en Milán estamos en el territorio del Érase una vez y Colorín colorado, en donde los milagros sí son posibles, en donde las estatuas reviven y los fantasmas angélicos no respetan el tráfico de la realidad (y de lo verosímil). Milagro en Milán es una puerta abierta a lo posible en una intemperie que hiela el aliento. Por eso, los indigentes, los pobres, como los brujos o las brujas, también saben usar escobas voladoras que les lleve a una realidad, a un reino, donde decir buenos días signifique eso, buenos días.

viernes, 26 de abril de 2024

Caballero sin espada

 

No deja de ser curioso ( o irónico) que tras su estreno Caballero sin espada (Mr. Smith goes to Washington, 1939) fuera calificada por la prensa de Washington y senadores como antiamericana y procomunista por resaltar la corrupción política en la actividad política (según relata Capra en su autobiografía, incluso durante la primera proyección varios senadores abandonaron la sala sin haber terminado la película). Según su perspectiva debería haberse planteado un retrato sin mácula alguna. Irónico porque Capra durante tiempo arrastró la etiqueta de buen rollismo y edulcoramiento de la realidad: esa alergía más acentuada, en los sesenta y setenta, relacionado con el rechazo a los finales felices, como si lo lúcido y realista fuera inevitablemente el final infeliz. Lo cual no deja de ser más sangrante dada la evolución de nuestra sociedad, o cómo es el estado de cosas actual. ¿De ahí tanto el conformismo como la incapacidad de unirse para transformar los basamentos de esta sociedad, y mejor quedarse con las quejas sobre los políticos como si fueran seres que se hubieran generado espontáneamente en otra dimensión pero no tienen que ver con el ciudadano común, es decir, no son su reflejo ni representación? Esta gran obra, de visión nada complaciente, y sí con un componente siniestro, que se irá intensificando en sus siguientes obras, Juan Nadie y ¡Qué bello es vivir!, aún más pesadillescas y oscuras, que sitúan a sus protagonistas en el filo mismo del suicidio (de la autoaniquilación por un sentimiento de derrota), condensa en su tramo final un gesto que es esplendor, la posibilidad de una transformación por la perseverancia de un individuo (aunque más preciso sería decir una pareja). Es decir, un final feliz que es resolución, superación, de una circunstancia injusta, y que implica la derrota del poder en las sombras, el poder corporativo. ¿No es ejemplar, aún más hoy, dado cómo se ha agudizado esta dictadura corporativista con el paso de las décadas, este tipo de obra? O es preferible rechazarlo porque se considera no es posible materializar algo así? ¿O no se logró hacer, unos años atrás, en países como Islandia? ¿Tan poco se confía en el colectivo humano, más tendente al acomodamiento, a la conveniencia, a aspirar a una posición más elevada, e incurrir en lo que se cuestiona cuando no se detenta esa posición de privilegio, sea cargo político o empresarial?.

Desde luego, Caballero sin espada, con guion de Sidney Buchamn, basado en un relato no publicado de Lewis R. Foster, The gentleman of Montana, ya señala con meridiana claridad la maraña de vínculos entre políticos y empresarios ( de los que los primeros son gestores delegados en el escaparate, mientras los segundos rigen en la sombra). En las secuencias introductorias nos presentan al empresario Jim Taylor (Edward Arnold) dilucidando con sus subalternos quién puede ser el senador de ese estado que reemplace al fallecido. Quien se encarga de esa tarea, el gobernador, no opta por el requerido por el empresario sino por un joven que sus hijos le recomiendan, al mando de los Boy Rangers, Jefferson Smith, es decir, alguien querido por los niños, ingenuo (es un niño grande al que, nervioso, se le cae fácilmente el sombrero cuando lo sostiene en sus manos), sin experiencia en política y que puede ser fácilmente manipulable de acuerdo a los intereses empresariales, esto es, la construcción de una presa. Es incluso hijo de un amigo del veterano senador Joseph Paine (Claude Rains), figura admirada (idealizada) por el propio Smith, quien vive en un universo ideal, por eso, cuando llega a Washington, cual niño arrobado, se separa de su comité de bienvenida (o subalternos de Payne) para, embelesado, recorrer los diversos monumentos que representan los ideales de la democracia, como es el propio Abraham Lincoln. Su filtro de relación con la realidad es la pura abstracción del ideal, la ingenuidad sin mácula alguna (ingenuidad ridiculizada por la prensa desde un primer momento). Incluso, utilizarán a la hija de Payne para que distraiga su atención de las intervenciones en el Senado sobre la empresa que se quiere edificar. Por otra parte, Payne le planteará que se entretenga planteando alguna ley, aunque para su perplejidad implicará la construcción de un campamento nacional de niños, pagado por sus donaciones, en el mismo terreno en el que quieren edificar la empresa.

Smith será humillado, en público, al manipularse las evidencias para aparentar que él tiene intereses económicos en los terrenos. Incluso, Payne colabora en su descrédito. Es tal la eficacia de la manipulación de realidad que todos, incluso los niños, consideran a Smith un fraude. Es fundamental en la narración el personaje de la secretaria, Clarissa (Jean Arthur), extraordinaria interpretación y extraordinario personaje: particularmente magnífico ese dilatado plano de su conversación, ebria, con su amigo, enamorado, el periodista Moore (Thomas Mitchell). Clarissa será quien, cuando Smith esté dispuesto a desistir, se decida a plantear la estrategia con la que enfrentarse a los poderosos. Clarissa aporta el conocimiento de las leyes, la inspirada razón pragmática que urda otra representación que combata la que ha convertido a Smith en una ser fraudulento. Se aprovecha de que en el senado si no cede la palabra a otro senador puede mantenerla el tiempo que sea. Y lo hace durante veinticinco horas con el propósito de demostrar su inocencia y cuáles son los reales intereses corruptos (y de quiénes). Pero la oposición es poderosa: la maquinaria de Taylor neutralice a los medios de comunicación que intentan apoyar a Smith y propague en los medios que le apoyan, o compra, la versión conveniente que siga ejerciendo la labor de descrédito de Smith. Hasta consiguen que lleven al senado centenares de cartas que exigen la dimisión de Smith. Su derrota parece inexorable. La conclusión no es desoladora por el arrebato de conciencia que sufre Payne, al ver en qué estado ha acabado Smith, desmayándose ya exhausto. Es la fisura en el eficiente engranaje manipulador de realidad que propicia que la corrupción no triunfe. ¿No realista? Pero sí ejemplar, dado como tendemos más a mirarnos el ombligo o a pensar que no es posible el real cambio. La voz disidente que transforma un escenario inmovilizado. La expresión del memorable presidente del senado (Harry Carey), con la que concluye la narración, es la mirada de la actitud ecuánime, la sonrisa flexible que representa al propio Capra.

miércoles, 24 de abril de 2024

Vive como quieras

 

El abuelo Vanderhof (Lionel Barrymore) es un tanto singular. En una de las primeras secuencias de Vive como quieras (You can´t take it with you, 1938), en una oficina, le pregunta, a un empleado, Poppins (Donald Meek), arduamente concentrado en su tarea de corroborar con sus cálculos unas cifras, que por qué está haciendo eso. La perplejidad de Poppins es suma ( nunca mejor dicho), y se acrecienta cuando le pregunta si le gusta lo que hace. ¿Cómo se puede cuestionar un patrón establecido al que uno se pliega por necesidad, y por miedo (de que se quede al margen, sin trabajo)? Poppins resulta que inventa juguetes (saca un conejito mecánico que sale de una chistera). Eso atrae la atención de todos, y del jefe (que padece un cierto tic nervioso en el ojo). En parte éste es consecuencia de que Vanderhof sea el único residente en un bloque de vecinos que se resiste a vender su propiedad a la empresa armamentística que comanda Kirby (Edward Arnold) que quiere construir su fábrica en ese espacio. No sólo Vanderhof sigue negándose sino que consigue que Poppins deje su trabajo y venga a vivir a su casa. No es el primero que lo hizo ( eso le pasó al heladero). Es una casa un tanto excéntrica, donde unos bailan, otros tocan música, la hija escribe ( desde que tiene maquina de escribir, hay que darla uso), y otros crean juguetes o material pirotécnico. Vanderhof lleva muchos años sin pagar impuestos, porque para qué son (o en qué revierte en ellos).Fue un banquero que un día cogió el ascensor y no volvió más, prefiriendo coleccionar sellos y tocar la armónica. ¿Para qué preocuparse tanto de amasar dinero, en vez de disfrutar de la vida, de los placeres sencillos?

Vive como quieres, como también se reflejaba en las comedias de los años 30, es un reflejo de las consecuencias de la Crisis económica del 29, originada por los desafueros de un capitalismo salvaje. En otras comedias se planteaba la considerable distancia entre la riqueza de unos y la precariedad de otros. En este caso, se incide en el por qué tanta codicia, que deriva en avasallar y pisar al otro, para conseguir el dominio del escenario (de la realidad). Pero, por añadido, en la importancia de la posición de cada uno. O uno es la posición que detenta. Y sobre todo quien detenta la posición privilegiada es quien remarca esa diferencia o distancia, como si separara una fosa abisal, como queda patente en los desprecios de la esposa de Kirby, como si los que viven vida precaria fueran sustancia degradada y contaminadora. Compartir espacio se torna en la experiencia más degradante. Como ejemplifica cuando comparten celda. Según su mentalidad habitan diferentes dimensiones de realidad, no pueden entrecruzarse. La narración, como en la siguiente obra de Capra, Caballero sin espada (1939), comienza con las urdimbres del poderoso, en ambos casos interpretados por Edward Arnold, como también la posterior Juan Nadie (1941), ya incluso caracterizado con atributos fascistas. En Caballero sin espada el propósito será encontrar al senador adecuado que sirva a sus intereses comerciales, para construir una presa; aunque quien encuentren, pese a que parezca ideal por su ingenuidad extrema, se convertirá en un auténtico forúnculo cuando su integridad se conjugue con la habilidad pragmática. En esta la compra de todos los terrenos para poder edificar una empresa armamentística se topa con el opuesto, aquel que no da ninguna relevancia al dinero. En ambos casos, el monstruo es la codicia o la vertiente más virulenta del capitalismo como depredación sin escrúpulos. Ninguna actualidad ha perdido. La sociedad asentada ha sido perfilada por esas actitudes empresariales. La integridad del joven senador y del anciano que nunca ha pagado impuestos es una anomalía. Pero esa es la potencia transgresora de una obra que es a la vez una fantasía que expone las inconsistencias de la realidad, una fantasía en la que se plantea lo posible, lo que pudiera ser. Quizá, en la realidad, los poderosos depredadores como Kirby no aprendan tras una toma de conciencia y varíen su actitud, pero nunca está de más contemplarlo en el territorio de una tan risueña y jubilosa como revulsiva fábula como Vive como quieras.

Vive como quieras es otra demostración del singular talento de este cineasta que sabía conjugar tan armónicamente el drama y la comedia, el discurso beligerante y la ligereza excéntrica. Sabía como sacar partido del montaje fragmentado como de los planos dilatados, como las conversaciones entre nieta, Alice (Jean Arthur), y abuelo, cuando este le narra su amor, y su añoranza (motivo por el que nunca quiso abandonar esa casa), por quien fue su esposa, o las de ella con su amado, Tony (James Stewart), cuando comparte él cómo años atrás soñó con un amigo en realizar un descubrimiento científico, que quedó truncado (otro ejemplo, como el de Poppins, de pasión relegada a los márgenes por priorizar la pragmática de vida). La habilidad de Capra, y su más frecuente colaborador guionista, Robert Riskin, para caracterizar a cualquier personaje secundario era proverbial. Vive como quieras es, de modo más remarcado, que las otras dos citadas, una obra de conjunto, aunque disponga de particular relevancia la subtramas relacionada con la nieta de Vanderhof, Alice y el hijo de Kirby, Tony, y su enamoramiento. Su amor, como un cruce entre posiciones sociales que no puede conjugarse, según la normativa de los pudientes, es la brecha de transgresión que posibilitará la armonía. Elocuentemente significativa es la entrada en el restaurante de lujo con Alice portando el cartel de 'estamos locos', como declarativa de las disonancias será la cena en la que coinciden las dos familias, en el espacio de desorden o espontaneidad de la casa de Vanderhof, espacio de pirotecnias y convivencia de humanos y animales (urraca, gatos, perro, pájaros...), visita durante la cual Kirby acaba siendo presa incluso de una llave de judo. Ironía es que un equívoco, cuando la policía cree que su uso de frases de la revolución rusa para sus juegos escénicos dispone de base real sediciosa, determine que los poderosos acaben en una celdas que comparten con el contaminante vulgo. Otra circunstancia en la que poner en evidencia su distancia de lo real, la construcción de su propia ficción como torre de aislamiento, y su carencia de empatía. Los cuestionamientos de esta vital obra, por desgracia, no han perdido vigencia.

lunes, 22 de abril de 2024

Cabalgar en solitario

 

Resulta admirable la exultante sensación de plenitud, equilibrio y armonía, que transpira Cabalgar en solitario (Ride lonesome, 1959), y en sólo 69 minutos. No sólo es capacidad de síntesis, es un elaborado sentido de la depuración, de eliminación de lo accesorio, de concentración (dicho coloquialmente, ir al grano, y saber describir situaciones, conflictos y rasgos esenciales de personajes con los justos y elocuentes trazos). Es la quinta colaboración, de siete, con el actor Randolph Scott, y la tercera de cuatro excelentes westerns, siendo los otros tres Seven men from now (1956), Los cautivos (The tall T, 1957) y Comanche station (1960), con el guionista Burt Kennedy. En la secuencia introductoria, Brigade (Randolph Scott) captura en rocoso paisaje a un forajido, Billy (James Best) buscado por matar por la espalda a otro en un pueblo de nombre Santa Cruz (aunque parece que es un práctica recurrente la de disparar por la espalda). Sus secuaces salen en búsqueda de su hermano, Frank (Lee Van Cleef), para rescatarle antes de que en tres días lleguen al pueblo. En una posta del camino, Brigade se encuentra con otros dos fuera de la ley, Bull (Pernell Roberts), al que conoce de hace tiempo, y Whit (James Coburn). Ambos desean dejar de ser perseguidos por la ley, y ven en la amnistía que conceden a quien entregue a Billy la posibilidad de conseguirlo; en particular Bull quiere asentarse en unas tierras que posee con un rancho. Pero su relación con Brigade, en todo momento, es amistosa, aunque deje patente pronto Bull cuál es su propósito y qué puede ocurrir, entre ellos, al final del trayecto. También se encuentra Carrie (Karen Steele), la esposa del responsable de la posta, ausente porque ha ido a recuperar unos caballos. Y añádase la presencia amenazante de la tribu de los mescaleros. Una mujer que suscita admiración aunque nadie entre en disputa por ella, porque las prioridades son otras, como dejan patente Whit y Boone, a la par que conversan, cuando la admiran de perfil mientras ella se peina mirando al horizonte. Como también para el mismo Billy, que la propone que le ayude para que así no le haga daño su hermano Frank. Síntesis, precisión.


Cabalgar en solitario es un western itinerante, con escasos personajes, como Colorado Jim (1953), de Anthony Mann. Aquella en entornos frondosos. En esta se recorre espacios agrestes, rocosos, desérticos, en el que son acosados, en unas ruinas, por los mescaleros, tras insinuarse primero su presencia en profundidad de campo , y que acaba en un frondoso paisaje en el que resalta en un claro los restos de un árbol en el que en tiempos pasados servía para ahorcar. Los paisajes hablan, son otro personaje. Pero aunque no dejen de acontecer sus puntuales momentos de acción, estos no son los que centran la narración, más bien tienen presencia, la violencia latente, como amenaza. Es lo que se dirime entre los personajes, el núcleo de la narración. Todos desean algo. El jefe mescalero desea a la mujer, y quiere cambiarla por un caballo. Frank desea rescatar a su hermano. Whit desea escapar ( y no duda en amenazar en cierto momento con un fusil a Brigade, situación que fracasará porque Boone le hace creer que tiene el seguro puesto, cosa que es falsa). Boone y Whit desean la amnistía. Y, además, Boone desea, en la respetuosa y admirada distancia, a la mujer. Pero ¿Qué desea el enigmático Brigade tras esa apariencia de esfinge? ¿Es la recompensa, el estricto cumplimiento de la ley?

Hay un pasado que le vincula con Frank, primero sugerido por éste cuando se pregunte si será la razón por la que parece demorar su paso, y dejar rastros de su trayecto, por lo que decide tomarse con calma la persecución, ya que sabe a dónde se dirige, o donde le esperará. Deduce que el objetivo no es su hermano sino él. Es un pasado que no aflorará hasta llegar a ese claro donde destaca el árbol del ahorcado, y lo confesará Brigade precisamente a la mujer, objeto de deseo de otros. En ese árbol fue ahorcada su esposa. Lo que desea no tiene que ver con Billy, sino que éste es un reclamo para su hermano, ya que Frank fue quien ahorcó la ahorcó para vengarse de él por haberle detenido previamente. Hasta entonces Brigade casi es un personaje difuso, aunque parezca preciso (porque todos creen que su mero objetivo es llevar a Billy a Santa Cruz) y son esos dos estupendos personajes, falsos villanos, Boone y Whit, los que mantienen y dinamizan el aliento narrativo (durante el rodaje se quedaron admirados con el personaje de Coburn, por lo que Scott y Boetticher, junto al guionista Burt Kennedy, le dieron más presencia junto a su compañero Boone). Boetticher utiliza con proverbial eficacia el formato del scope para las composiciones, como la primera aparición de Brigade en un desfiladero de rocas, que ya le define, o en la secuencia en la que, cabalgando en la llanura, es cuestionado por Boone sobre por qué lo hacen ya que están más expuestos a ser avistados por Frank, y al fondo del encuadre se distingue a los mescaleros a punto de abalanzarse sobre ellos. O ese impetuoso travelling hacia la diligencia que llega desbocada a la posta, que culmina en el cuerpo del conductor atravesado por una lanza. Con un conciso detalle así ya está establecida la semilla de la amenaza de la violencia que atravesará el relato como permanente sombra.